martes, 16 de abril de 2019

No me avergüenzo

La primera vez que fui a París fue después de una pérdida muy dolorosa en mi vida. Solo quería pasear y deshacerme del dolor que las semanas previas me habían causado. Quería limpiar y quedarme con lo bueno, y París me pareció el sitio perfecto.
Mi madre quiso unirse y me pareció lo más lógico ya que las dos, de una forma muy diferente, compartíamos ese dolor. Así que ese viaje para limpiar la pena, se convirtió en un viaje en el que cuatro mujeres locas, de distintas edades, pero con mucho en común, compartieron cuatro días paseando por París.
Recuerdo la primera vez que vi Notre-Dame y como casi sufrí un síndrome de Stendhal al ver la belleza de sus vidrieras; y cómo al salir de visitarla empezó a nevar en la orilla del Sena, y las cuatro nos miramos como locas pensando que estábamos en una película. Y estábamos en paz.
La segunda vez que visité París fue por un motivo muy distinto, y a la vez muy parecido. Paseé sola durante dos días y, otra vez, me invadió una paz enorme al ver las inmensas rosettas de la catedral, que dotan al ambiente de una luz que en pocos sitios puedes encontrar.
Nuestra vida está hecha a base de recuerdos, y unidos a esos recuerdos están sentimientos que tú no has escogido, sino que te han escogido ellos a ti. Es como el amor. Dice Jorge Drexler que "uno no elige de quien se enamora, y tampoco elige qué cosas a uno lo hieren...".

Lloré el día que se murió George Harrison; lloré el día que se murió Benedetti y lloré el día que se murió David Bowie. Y no me avergüenzo. Forman parte de mi vida y de lo que soy, y en algún momento me han emocionado, me han hecho sentir algo que necesitaba o algo que yo no sabía que estaba allí. Eso te une a ellos y te hace sentir algún tipo de afinidad que no se puede explicar.

Tardé mucho en leer a Vargas Llosa por culpa de sus afinidades políticas y porque como persona me parece un auténtico gilipollas. ¡Ah, pero cómo escribe el tamaño gilipollas! Así que me alegré de que le diesen el Nobel porque me parece más que merecido. Pero no lloraré el día que se muera.

No me avergüenza ligar mi vida al arte, y hacerlo de tal manera que sienta estas pérdidas como grandes en mi vida. De la misma forma que no me avergüenza decir que tengo un vínculo afectivo con mis gatos mayor que el que tengo por mucha gente con la que comparto ADN, y que el día que no estén lloraré su pérdida desconsoladamente.

Y no me avergüenza porque sentir esto no es incompatible con ser una persona comprometida; con que haga cada día por reciclar mejor; con que les riña a mis amigos si se piden una copa y cogen una pajita; con llevar una bolsa de tela en el bolso; con llorar las muertes en el Mediterráneo; con llorar al ver cómo destruyen templos maravillosos en Afghanistan y que todo el mundo diga que son daños colaterales y necesarios.

Lloraré el día que se muera Paul McCartney y lloraré el día que se muera Bob Dylan; lloraré si se quema el Thyssen y si se cae el Ha'Penny Bridge (aunque ya estuve cerca del infarto cuando no encontré la estatua de Molly Malone). Y es que no escogemos por lo que llorar. Uno simplemente llora.

Así que pensad que para muchos, Notre-Dame es mucho más que una foto de Instagram y Notre-Dame es mucho más que un símbolo del cristianismo. Para muchos lo que arde es arte; y para muchos lo que arde es un recuerdo.