martes, 9 de enero de 2007

Invencibles e inmortales

La primera vez que tenemos consciencia de entrar en el mundo de los adultos es la primera vez que nos enfrentamos a la muerte. Es en ese momento cuando nos hacemos perfectamente conscientes de nuestra mortalidad, y de la de aquellos a los que amamos. Hasta que llega ese momento creemos que la muerte es algo muy lejano, muy ajeno a nosotros. Cuando somos niños imaginamos que nuestros padres son como Superman, que no hay nada en el mundo que ellos no puedan hacer, y que no hay barrera que no puedan superar. Son invencibles y, por supuesto, inmortales. La invincibilidad paterna se va disipando dando paso a nuestra propia invencibilidad cuando nos convertimos en adolescentes; pero, sin embargo, la supuesta inmortalidad sigue ahí.
Posiblemente a la primera muerte a la que me enfrenté fue a la mía propia. Tranquilos; no escribo desde el más allá y esto no lo puede analizar Iker Jiménez... Pero sí que es cierto que hubo una vez en mi vida, cuando todavía me creía invencible e inmortal, que pensé que mis días tenían fecha de caducidad. Primero me asusté mucho, muchísimo; y luego me sorprendí pensando que si mi dolor se iba a acabar así no me importaba. No puedo describir el alivio que sentí cuando el médico me dijo que lo que tenía era una enfermedad crónica. "¿Me voy a morir de ello?". Ante la respuesta negativa respiré tranquila, y me dejé llevar por mi enfermedad tranquila ante la perspectiva de saber que "mi momento" (¿por qué nos ponemos eufemísticos cuando hablamos de la muerte?) no había llegado.
Cuando fui consciente de que mi abuelo se estaba muriendo, y a su vez fui consciente de que él también lo sabía y lo asumía, sentí el dolor más terrible de mi vida. Sólo él, mi madre y yo aceptamos su muerte mucho antes de que llegase. Me hice mayor. Aprendí qué hay cosas por las que no vale la pena llorar, y que hay muchas por las que luchar, y vivir. Pero duele aprender. Aquel día en el tanatorio supe que algún día yo estaría en el mismo lugar que ese día ocupaba mi madre. Ella me dijo que no hay dolor en el mundo que se pueda equiparar a la pérdida de tus padres. Dice que en ese momento te sientes absolutamente solo en el mundo; que ya no hay nadie para quien vayas a ser "la niña", y que, además, eres consciente de que tú eres el siguiente.
Pero, paradójicamente, yo aquel día también comprendí que la vida hay que vivirla sin miedo; que no hay tiempo para tonterías. Ese día aprendí a ser menos neurótica, a preocuparme menos por mí misma, y a la vez a ser una persona mucho más valiente y optimista de lo que lo he sido nunca. Y es que esa es la mejor herencia que me dejó mi abuelo.
Yo quería que en su funeral hubiese sonado una canción, pero el lugar no era el más adecuado, así que al final, cuando esta semana me preguntaban en un test qué canción me gustaría que sonase en mi funeral inmediatamente me apropié de la suya: My way. Quiero que, cuando llegue el día, mi vida le haga absoluta justicia a la canción.
Vivimos y sin embargo la única certeza que tenemos es que un día moriremos. Amigos, yo no creo en Dios, así que no creo que me espere nada más; así que el tiempo que estemos por aquí bebamos, comamos, amemos, o sencillamente vivamos.