Septiembre, para mí, es el mes clave del año. Es el mes en el que siempre he pronunciado mis nuevos propósitos, precedidos, como no, del inevitable balance previo.
Puede que el hecho de que, de una manera o de otra, no me haya desvinculado nunca del todo de la vida académica haga inevitable y propicia esta elección. Pero, ¿es una elección tan extraña? Al fin y al cabo, ¿el verano no es la época del año en la que hacemos más excesos y el inevitable parón en nuestra rutina? ¿No es la reflexión en este momento lo más lógico?
Lo hacemos con nuestros cuerpos. En Septiembre revisamos obsesivamente los estragos que hemos infringido a nuestro cuerpo por dentro y por fuera. Y son estragos por que, por norma general, nos pasamos los meses previos al verano preparándolo para que luzca perfecto. ¿No es una incongruencia, pues, todo el daño al que lo sometemos? Puede que no lo preparemos para que luzca increible, sino que puede que, consciente o inconscientemente, preparemos el control de daños.
Si hacemos todo eso por nuestro cuerpo, ¿por qué no lo hacemos por nuestra mente también?
Analicemos la situación:
Concentramos todas nuestras horas de relax y disfrute en tan sólo 2 meses. En estos 2 meses todo se reduce a sol, comida, alcohol, salidas nocturnas, dormir poco, viajar mucho, conocer gente y tener todo el sexo que nuestra rutina invernal nos evita tener,y gastar mucho más de la cuenta.
Parece como si fuesemos unos completos ignorantes de nuestra vida al calor del sol, y olvidamos que hay vida más allá del verano.
Así, inevitable año tras año, llega Septiembre.
Cuando era más joven y todas mis responsabilidades se reducían a aprobar mis exámenes, Septiembre era el momento más triste del año. De vuelta a mis libros y a mis rutinas otoñales, tenía que dejar atrás la playa, las salidas nocturnas diarias, las resacas que sólo duraban un par de horas y amores de verano que sólo se quedaban en eso. Iniciaba un ritual marcado por tener que barrer las arenas de la playa de mi habitación, sacar la ropa de invierno y los cuadernos para el curso nuevo, y meter los recuerdos del verano en un cajón al que miraría más de una vez con nostalgia a lo largo del resto del curso. Ponía un disco de Los Planetas, apagaba la luz y me fumaba un cigarrillo por la ventana de mi habitación mientras escuchaba el sonido del mar. Era un momento muy triste.
Muchas cosas han cambiado desde entonces. Ya no vivo con mis padres, así que no escucho el mar por las noches. Ya no fumo, así que no me echo ningún cigarrito a oscurras en mi cuarto. Mis responsabilidades han crecido sensiblemente, y ya no tengo amores de verano, sino que tengo uno permanente. Ya no tengo que barrer las arenas de la playa de mi habitación; y aunque tengo buenos recuerdos de mi verano de conciertos y los guardo en un cajón, no siento melancolía de un verano que agoniza, pues ahora veo otras cosas: veo un verano gastando más de lo que debo, comiendo comida basura y bebiendo un poco más a menudo. Lo único que veo es el esfuerzo que tendré que hacer ahora por sacudirme de encima los restos del verano, llámense kilos de más, defensas bajas o cuentas corrientes en números rojos.
Evidentemente, ya no disfruto del verano como antes, o puede que este verano en concreto no haya sido muy feliz. Anhelo la llegada de la aburrida rutina, del orden en mi vida, del cuidarme mucho más, y del desmayarme en la cama en vez de quedarme dormida.
Sin embargo, me he sorprendido a mí misma poniendo los discos de Los Planetas otra vez, y aunque han cambiado de significado, siguen teniendo sentido, y por un momento, pero sólo por un momento, añoré esos verano en los que el caos regía mi vida y hacía que todo tuviese sentido.
1 comentario:
"¿Cuánto tiempo he perdido ahí afuera? ¿Cuánto por descubrir en mi cabeza?" Eran cojonudos esos veranos, sí, señor.
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