jueves, 5 de noviembre de 2015

Las palabras

Siento un profundo amor por las palabras desde muy pequeña. Supongo que es, en gran medida, herencia de mi madre, lectora voraz, pero siempre he sabido utilizarlas correctamente, cosa que me ha valido más de una burla dentro y fuera de la familia. Aunque claro, no todo el mundo sabe apreciar el buen uso que se puede hacer de ellas.

Mi amor por ellas viene desde momentos que no puedo recordar, pero que cuentan que obligaba a toda la familia a que me leyesen el mismo cuento una y otra vez, hasta que me lo aprendí de memoria para desmayo de mis padres que creían, ingenuos padres primerizos, que su hija de apenas tres años había aprendido a leer. Luego aprendí a leer, efectivamente, y, como buena niña EMO que creció en un mundo de adultos, los niños de mi edad me aburrían y prefería irme a casa a leer. Por suerte para mí, evolucioné, y ahora tengo buenas habilidades sociales. Y acompañando a estos hábitos lectores estuvo siempre la música, con la que durante mucho tiempo prevaleció una buena letra que me hiciese llorar por sentirme identificada, que una melodía. Y por suerte, una vez más, con los años aprendí a apreciar la música más allá de la letra

Hay gente que no encuentra las palabras, y yo no los entiendo porque mi problema es que me sobran. Hay gente que piensa que todo es bonito y no saben que también hay hermoso, lindo o espectacular. No usan más de veinte adjetivos al día, y todos los días los mismos. No aprecian la riqueza del vocabulario, así que mucho menos comprenden la importancia de expresarse bien. Y es que me gustas no es lo mismo que me encantas; ni te quiero es lo mismo que te amo. Como siempre digo, estoy muy agradecida a mis padres que me han dado una educación que hace que sea capaz de dirimir entre es mentira y no es verdad; y también a mi estancia en Irlanda que me hizo apreciar nuevamente la importancia del please, thank you y sorry.

Así que sí, amo las palabras y su buen uso y puedo utilizarlas casi a mi antojo ya que además procuro hacer un uso racional de ellas. Sí, en muchas ocasiones, mido mis palabras. Y morderse la lengua es un arte, una bendición que no tiene todo el mundo. Pero una vez más, eso es una cuestión de educación. No me callo por no saber que decir, sino por no decir lo que no debo.

Quizá pueda parecer una actitud un poco victoriana, de mujer que intenta ser comedida y templada, pero para mí es una cuestión de moralidad kantiana: obra de tal modo que tu modo de actuar se convierta en máxima universal. O traducción: no hagas o digas lo que no te gustaría que te hagan o digan a ti. Entonces sí, soy victoriana y comedida. O puede que sea influencia de mi padre, músico, por el que sé apreciar los silencios.

Sin embargo, mi amor por las palabras no es ciego ni incondicional. Las palabras pueden ser retorcidas, manipuladoras y enrevesadas. Los fascistas ya sabían esto, y una de sus máximas residía en controlar a los medios de comunicación para hacer del pueblo lo que ellos querían y disfrazar, por un corto período de tiempo, sus planes dictatoriales y venderlos como una democracia. Por eso no, las palabras no siempre sirven.

Las palabras sin un gesto que las acompañe son mera palabrería. Y en la era digital estamos rodeados. Estamos perdiendo las miradas, los abrazos, los besos de verdad, y lo llenamos todo de emoticonos. Pero no es lo mismo, no. Un perdón no es lo mismo sin una mirada. Un te quiero no es lo mismo sin un beso, un abrazo o una caricia. Y lo mejor, es que muchos de esos gestos no necesitan ir acompañados de palabras. Los momentos más valiosos van generalmente acompañados del silencio. Un silencio que sólo puede ser mejor cuando se rompe con una risa o incluso con un llanto.

Puede que haya utilizado demasiadas palabras para expresarlo, pero me habéis entendido, ¿verdad?

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