viernes, 24 de noviembre de 2006

Como en casa de mamá...

Resulta que, temporalmente, después de casi 4 años semi-independizada, vuelvo a vivir con mamá y papá.
La verdad es que hemos pasado por diferentes etapas:
Primero, vino la de reencuentro. Todos estábamos muy contentos de volver a vernos, ya que hacía seis meses que no nos veíamos. La vida estaba repleta de noticias y novedades que no tardaron en agotarse. Sólo mamá y yo intuíamos qué era lo que venía después; y la verdad es que no tardó tanto en llegar.
La segunda etapa consitió en mi huida. De repente, me empezó a faltar el aire. No me llegaba el espacio, ni tenía mucho tiempo para mí misma. Así que me dediqué a expandir mis horizontes por los bares de la zona, que son unos cuantos. No me entendais mal; no me volví alcohólica, sólo que tuve un verano coruñés. Para el que no está familiarizado con la experiencia os contaré que se trata de pasar las menos horas posibles bajo techo, y que, a ser posible, las pocas horas que estás a cubierto sea de fiesta en fiesta, o de bar en bar. La veda se abre el día de San Juan con las hogueras en la playa y dura hasta que aguante el buen tiempo, tu higado pida papas o te entre el juicio y recuerdes que no eres un vampiro, sino que existe vida antes de las 10 de la noche. Y no, mis padres no me empujaron al alcoholismo eventual; es más, se dignaron a recordarme que a lo mejor debería parar antes de que el higado empezase a hacerse puré. Incluso mi hermano pequeño tuvo algún tierno comentario del tipo "no crees que está un poco mayorcita como para acostarte a las 9 de la mañana como si fueses una adolescente". Creo que esos comentarios hicieron más mella en mí de la que creía...
Y finalmente llegamos a la etapa en la que me encuentro ahora: la aceptación. No puedo negar el hecho de que vivo aquí. Así que me he acomodado sospechosamente...
Mi pregunta es ¿qué nos pasa cuando volvemos a vivir en casa de mamá?¿O cuando simplemente vamos a hacerles una visita?¿Por qué de repente nos volvemos unos inútiles otra vez?
Durante 4 años he llevado mi casa. Me he hecho la comida, y todas las noches recogía el salón para no verlo desordenado por la mañana. He puesto lavadoras, y fregado el baño dos veces por semana. He ido a hacer la compra, hecho pedidos, ido a la tintorería cuando lo he necesitado. Y ahora de repente, es como si no supiese hacer nada de todo aquello que he hecho con tanto esmero todos estos años. He cuidado de más de cinco niños no mayores de 9 años a la vez que preparaba la cena para siete, o mientras limpiaba una cocina del tamaño de medio piso de mis padres. ¡Y el otro día me sorprendí a mí misma pelando mandarinas encima de un cojín en vez de en un plato! (Mamá no te enfades...).
Retrocedemos a la infancia, o a la adolescencia como mínimo. Nos hacemos vulnerables y comodones. Olvidamos todo lo que hemos aprendido por nosostros mismos; nuestro logros cotidianos, como son aprender a hacer una bechamel. Nos abandonamos en brazos de nuestro padres. Y la verdad es que es algo muy contradictorio, porque mientras ellos se quejan de nuestro asentamiento en la comodidad de la casa paterna, por otro lado nos dicen que no sabemos hacer las cosas, que todavía nos queda mucho por aprender para llegar a ser una persona que pueda valerse por sí misma.
Dependemos tanto nosotros de ellos como ellos de nosotros; y tanto a padres como a hijos nos cuesta aceptar ese hecho.
Por supuesto que una cosa está bien clara: ellos tienen los dos puntos de vista; saben lo que es ser hijo, y también lo que es ser padre. Nosotros, de momento, sólo tenemos el punto de vista de la progenie; pero eso no quita que ellos también puedan aprender de nosotros, ¿no?

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